DAR DE COMER AL HAMBRIENTO

. 25 jun 2008

No, si al final vamos a hacer todos como los muchos vecinos que pusieron el grito en el cielo cuando dijeron que no se podría entrar con comida en la Expo. Con sus protestas, lograron que Expoagua reblara, y ahora creo que se lo vamos a agradecer unos cuantos. Y no porque no tuviéramos ilusión por probar las maravillas exóticas de los cinco continentes que en Ranillas se ofrecen, que si nos ponemos sibaritas podemos dejar atrás a la Preysler y a todo su séquito de Ferrero Rocher, sino porque bien está lo que está bien.


Concretando un poco más: que empiezo a dudar de que las sabrosísimas y delicadas delicias de Polonia, de Uruguay, de Lituania, de Italia, de Francia o de Japón merezcan el calvario de aguantar colas de más de una hora; un servicio desesperadamente lento que, con penosa frecuencia, no habla castellano y con el que te tienes que pelear en inglés, y, como puntilla, unos precios que cortan la digestión.


Vamos, que si usted quiere darse un homenaje en condiciones con un plato cocinado por un chef y huir de hamburguesas, pizzas precocinadas y bocatas de traslúcido salchichón que despachan en los chiringuitos del recinto, tendrá que sufrir. Y si ya quiere acompañar ese plato con un vinito ad hoc, prepárese.


Lo que voy a contar es una historia real vivida por el firmante de este blog. El método científico de preguntar a amigos y conocidos me ha permitido averiguar que historias similares a esta -incluso más desesperantes todavía- se han vivido en otros pabellones con restaurante. La saturación de público y la desorganización, salvo honrosas excepciones, cunden más de lo deseable.


Restaurante del pabellón de Polonia, rebautizado desde ya como "el pabellón peludo", por la decoración del local. Dos de la tarde. Con dificultad, cinco intrépidos amigos han logrado encontrar una mesa para degustar la desconocida gastronomía de aquel país. El menú tiene buena pinta, y los amigos procuran no fijarse mucho en los precios de los platos (casi ninguno por debajo de los 20 euros). Un día es un día y los cinco pueden permitirse el capricho sin que se les hunda la economía familiar.


Interior del pabellón de Polonia (foto: Efe)


Tras unos veinte minutos de espera, un joven camarero que solo habla polaco e inglés toma nota del pedido. Algunos piden dos platos y otros solo uno: ensalada de la Galicia polaca, sopa fría de remolacha, arenques, dos golabkis (no sabría decir en qué consistía el golabki) y un estofado de cordero. Para beber, cervezas polacas para todos.

Pasa el tiempo y el camarero viene y va por el local sin traer nada. En la mesa de la izquierda, una familia espera también su comanda. En la de la derecha, un niño pequeño grita, al borde del colapso: "¡Jo, mamá, diles que traigan la comida ya...!". Se respira angustia de hambrientos, aire de amotinamiento.

Pasan otros diez minutos y nuestra mesa sigue inmaculada. Se empieza a perder el buen humor.

Llegan las cervezas. Se bebe con avidez, rozando la mala educación.

Se acaban las cervezas. La comida sigue sin llegar. La familia de la izquierda, que ha comido a trompicones, nos lanza sonrisas de empatía. Son unos catalanes que pasan unos días en Zaragoza: "Ayer comimos en Bélgica, el mismo desastre", anuncian con resignación. Nos compadecemos mutuamente.

Tres cuartos de hora después, llega la sopa y los arenques. Diez minutos más tarde, los cubiertos.

Pasa otro cuarto de hora: tercera ronda de cervezas. Sentimientos etílicos.

Llega la ensalada de la Galicia polaca. Sin cubiertos. Los tres amigos que todavía no tenemos comida miramos los platos al borde del llanto.

Reclamación y súplica en inglés al camarero. Encogimiento de hombros del camarero en el lenguaje universal del pasotismo.

Una hora y cuarto después de habernos sentado llegan tres de los cuatro platos que faltan. Una de las amigas renuncia a que le traigan el segundo: tiene que volver corriendo al trabajo.

Más cervezas para acompañar la deglución (el verbo comer ya no sirve para describir los actos que se vivien) los platos. Las cervezas llegan cuando los platos han sido deglutidos.

La cuenta, contra todo pronóstico, aparece con prontitud y diligencia. Repaso escrupuloso: solo faltaba que cobraran de más. No cobran de más, aunque sí de mucho: 107 euros. Todos tenemos hambre y una leve intoxicación etílica. Se nos han quitado las ganas de viajar a Polonia. Y, por un momento, también las de vivir.

¿Que por qué no nos fuimos y por qué no reclamamos? Porque somos gente conformada y discreta. Y un poco tontos, la verdad.

De hecho, somos tan tontos que otro día comeremos en otro sitio donde viviremos experiencias parecidas, pero es que, pese a todo, seguimos pensando que una de las cosas más majas de la Expo es la posibilidad de comer especialidades de gastronomías que no figuran en la oferta de restaurantes de Zaragoza. Porque, más allá de que el servicio sea bueno o malo y de que los precios sean disparatados o razonables, lo que más cuesta arriba se hace son las larguísimas colas que se forman a la hora de comer y de cenar.

La cuestión es: ¿merece la pena el sacrificio? Que cada cual lo calibre, pero para llevar el bocata de casa siempre hay tiempo.


PS: hoy jueves toca Dayna Kurtz en el Balcón de las Músicas (ver reseña en Muévete en la Expo). Alimento para el alma y para el oído. Y este sí que no tiene trampa ni mal servicio: una delicatessen musical insuperable. No se lo pierdan.

4 comentarios:

Ciberno dijo...

Estoy totalmente de acuerdo con este articulo. Una de las mejores cosas que tiene la Expo es el poder recorrer diferentes paises. Me gustaría poder disfrutar de la gastronomía a un precio más asequible. También echo en falta un poco de animación en la calle de los paises participantesda la razon.
Además tampoco la opción del fast-food funciona bien. El servicio es lento y descoordinado.

Anónimo dijo...

Pues mi experiencia en el mismo pabellon es totalmente diferente. Estuve cenando (ya no me acuerdo que dia) y una señorita Polaca con una sonrisa que quitaba el hipo nos atendió exquisitamente bien y amable, los mismo al resto de mesas que teníamos alrededor, algunas de ellas, por lo que vi, repetidoras porque ya se sabían todo...La comida estupendamente presentada, los arenques buenisimos, en fin, un placer...el precio? pues francamente, mas barato que un italiano en el centro, eso sí, no nos permitimos más que plato y medio por cabeza, que tampoco estamos para dispendios. Lo malo, que no tiene postres, lo salvamos bajandonos al de Bélgica a comernos un exquisito gofre de chocolate, carisimo, eso sí, y alli mismo un cafe con unos camareros bastante, pero bastante mas antipaticos, aun asi, la noche estuvo estupenda...y las proximas espero que tambien...en cuanto a las filas ya...que quieres, nos juntamos todos a la vez y es imposible poner restaurantes de 80.000 m2 de golpe y porrazo, con camareros de la escuela de hosteleria y al precio de un bocata de calamares...vamos, digo yo...

Anónimo dijo...

Me encanta este blog, sigo tus comentarios cada día y así lo seguiré haciendo, no pierdas detalle de lo que ocurre por allí y nos lo cuentas.

Saludos.
Waru

Anónimo dijo...

Lo del golabki, que no haya duda: es carne de cerdo con arroz, asada y envuelta en hojas de col. Bien hecho, está muy rico. Mal cocinado, es una porquería. O sea, como todo en cocina.

¿De qué va este blog?

El asombro cotidiano de alguien que se siente turista en su propia ciudad. Armado con una cámara, el periodista de HERALDO Sergio del Molino capturará fotos y vídeos de la ciudad de la Expo (e incluso de la propia Expo) y los servirá aquí aliñados con sus balbuceos de hombre asombrado ante el progreso. A veces, en pequeñas dosis, como una tapa de anca de ranilla. Otras veces, en plato grande, hasta el hartazgo.

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¿Quién lo escribe?

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Sergio del Molino