Estaba en un duermevela de sofá viendo un documental del Canal de Historia (que para sestear sirven tanto como los de La 2), y al abrir el ojo legañoso vi un recinto familiar: un teleférico, carcasas de ovni parecidas a las plazas temáticas y gente paseando con garbo y entrando y saliendo maravillada de pabellones con nombres de países.
Dios mío, ¿tanto he dormido?, me pregunté. ¿Ya han pasado cien años y estoy viendo un documental histórico sobre la Expo? Me froté los ojos maldiciendo mi proverbial sueño profundo y me fijé en las imágenes. Sí, se parecía todo mucho a la Expo. Muchísimo, pero la gente vestía raro. Parecían figurantes de una peli de gansters, con unos peinados anticuadísimos y unos modelitos del Pleistoceno. Le di volumen y enseguida me enteré de que aquello era un documental sobre la Expo de Bruselas de 1958, de la que ahora se cumple medio siglo y, al parecer, los belgas están celebrando la efeméride con alegría (con alegría belga, cuidado, nada de salirse de madre).
Fue una Expo importantísima, pues fue la primera que se celebró tras la Segunda Guerra Mundial, y marcó un momento de disensión en la Guerra Fría. Estos belgas, siempre tan conciliadores y diplomáticos.
Al ver aquellas grabaciones en technicolor me pregunté: ¿es que todas las "expos" se parecen? ¿Es que todas tienen formas métálicas, sinuosas, marcianas y coloreadas? ¿Todas tienen ese aire de parque de atracciones futurista? En serio, esas secuencias de Bruselas en 1958 recordaban mucho a Ranillas en 2008.
Y como con el Canal de Historia, además de sestear, se aprenden cosas, pude apreciar en su magnificencia el Atomium, el legado más importante que aquella Expo dejó en el paisaje de la capital belga. Es, como su nombre indica, un gigantesco átomo de metal, con sus protones y neutrones y las cosas que dicen que tienen los átomos, y a su vera, los bruselenses se juntan para ver conciertos y disfrutar del fenomenal parque que hoy es lo que fue el recinto de la exposición.
No sé cómo se lo tomarían sus contemporáneos, pero erigir un monumento al átomo como reclamo principal de un sarao universal en plena Guerra Fría (sí, hombre, acuérdense: el botón rojo, los refugios subterráneos, la destrucción mutua asegurada y todas esas cosillas) no me termina de parecer de buen gusto.
Pero qué sabré yo. En 1958 la gente estaba hecha de otra pasta: veían pelis de gansters, fumaban tabaco negro y bebían bourbon sin hielo y de trago. No se les asustaba con cualquier cosa.
¿Cómo nos verán dentro de 50 años? ¿Qué legado perdurará de la Expo de Ranillas? ¿Dónde celebraremos el 50 aniversario? ¿En la Torre del Agua, en el Pabellón Puente, en un recuerdo virtual de ambos edificios? ¿Pensarán los sedientos terrícolas de dentro de medio siglo, asolados por el cambio climático, que la elección del tema del agua y el desarrollo sostenible no solo fue de pésimo gusto sino de un sarcasmo inaguantable?
Habrá que ver.
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